domingo, 21 de diciembre de 2008

Puerto Ayora 4 de diciembre

Nos levantamos a las 5 de la mañana, pero despertarse, lo que se dice despertarse mucho antes, tan pronto como a los putos gallos de los alrededores les dio la gana de despertar a los foráneos. Cadencia a las 5 a.m. 4 kirikis por minutos. Sencillamente insoportable. Tras recogernos en un remolque abierto nos dirigimos hacia nuestra fibra que salía a las 6 a.m. junto a otras 15 personas. Allí conocimos a nuestra segunda pareja de españoles del viaje y mejor sería no haberlos conocidos. Ella se lío a gritos con una pobre galapageña por conseguir el mejor sitio al lado del motor y así evitar los golpes de la proa contra las olas, y el, sencillamente parecía venusiano. El viaje duró unas dos horas y el mar estaba muy calmado así que no tuvimos el mareo de la ida.
En Puerto Ayora (Isla Santa Cruz) nos alojamos en el hotel Castro, confortable y digno con agua caliente (60 $/habitación) y allí decidimos que nos presentasen a algún guía para los próximos dos días. Y así fue como conocimos al "cucaracha", un tipo que se acercó a un bar próximo donde estábamos desayunando y entre bollo y bollo negociamos lo que íbamos a hacer los dos días siguientes. Realmente “el cucaracha” no era un guía sino una especie de “conseguidor” local y su dominio del entorno era realmente abrumador, hablaba con el móvil sin parar, negociaba con nosotros y con la mano que le quedaba saludaba sin cesar a unos y otros. Nos dijo que se existencia en la isla se remontaba a seis generaciones por lo que con un rápido cálculo sus antepasados debían ser fruto de un cruzamiento contra natura entre un marinero del Beagle de Darwin y una pinzón de la isla.

El decidió que debíamos ir por la mañana a Bahía Tortuga (estaba dentro de nuestros planes) y por la tarde visitar la parte alta de la isla para ver los galápagos gigantes y los túneles de lava (aquí cedí por la afición de mi wife hacia las tortugas, después de los elefantes son su animal favorito…).

La visita a Turtle Bay, comienza en un control de acceso donde apuntan la hora de entrada y el nombre de los visitantes y sigue por un camino de madera de unos 4 kilómetros que atraviesa un gran manglar. Al finalizar el espectáculo es increíble, el camino se abra a una gran playa de varios kilómetros de longitud, de fuertes olas y corrientes, y con arenas blanquísimas, por donde se arrastran grandes iguanas que van dejando su rastro por la arena. Como en esa playa está prohibido el baño seguimos andando hasta el final donde al atravesar una pequeña zona de rocas y manglar divisamos una segunda bahía con una inmensa laguna de mar lisa y perfecta para el snorkel. El agua de la laguna estaba bastante turbia y no permitía ver con claridad el fondo por lo que al bucear nos topamos con tiburones de aleta blanca que descansaban en el fondo a escasos metros de nosotros o con una gran raya del tamaño de un C2 cuya cola con aguijón me dieron un soberano susto al verla a escaso medio metro.
En las rocas de los manglares pudimos ver piqueros de patas azules, iguanas nadando y comiendo algas y pelícanos. Al salir, en la orilla los tábanos empezaron a reclamar su parte de sangre y llegó un momento en que su cadencia era de unos 7-8 a la hora haciendo ya insoportable la estancia en la playa. Sin embargo para mi esa playa fue una de las mejores que he conocido en mi vida ( y no son pocas ya, pero si, me faltan las de indonesia y otras tropicales pero ufff.). La vuelta se nos hizo demoledora pues a mi costillita los tábanos le habían vuelto a picar en el mismo tobillo que hace un par de días con el resultado de incrementar la inflamación en la zona ya afectada. Además el fuerte sol y el escaso agua que llevamos le debieron provocar una bajada de tensión por lo que el camino se nos hizo eterno. Al llegar al puesto de control se bebió tres cocas colas seguidas y se recuperó.

Tras ducharnos y refrescarnos y conseguir algo de comida nos fuimos con Joffrey, un contacto del cucaracha que nos llevó a las tierras altas a ver tortugas. Allí fuimos testigos del ardiente amor de dos grandes galápagos que rugía y rugía con cada empellón de su caparazón. El “peazo” tortuga debía de pesar unos 200 kilos por lo que nos contaron. Joffrey era del interior de Ecuador y había venido con sus hermanos a trabajar a Santa Cruz atraído por la abundancia de trabajo y los mejores sueldos (el sueldo medio en Ecuador es de unos 200 $ al mes y en las Galápagos se triplica). Después de visitar el centro de cría de tortugas nos embarramos en un tunel de lava y nos fuimos para Puerto Ayora.
Allí deambulamos por la avenida principal y vimos al cucaracha en plena faena de comprar varias langostas en la lonja local. Lo curioso es que junto al cucaracha y los pescadores que vendían su producto se arremolinaban varios pelícanos y algún que otro lobo de mar que parecían ejercer de mudos testigos de las transacciones a la baja que allí se realizaban. El cucaracha nos pidió 40 $ a cuenta para cerrar su compra que por supuesto no eran para él, sino para unos contactos que tenía en Guayaquil.
Nuestra cena del día la realizamos en “el Chocolate”, restaurante de la tía de Joffrey, donde conocimos a una maravillosa camarera mulata y a un italiano que se encontraba recorriendo América del Sur y que provisionalmente se encontraba trabajando allí. El precio de la langosta 15 $, la mejor que comimos.

A las 9 p.m. nos fuimos camino de la cama, después de una agotadora jornada, a dormir como lirones o como pinzones.

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